jueves, 6 de octubre de 2011

Una casa en la costa




“Me precipito contra las paredes, golpeo el techo con las alas; en resumen, hago todo lo que se puede hacer en este mundo,
menos volar fuera.”
Katherine Mansfield


Se recostó sobre una roca. Desde allí se dejó caer por la línea del horizonte. Las olas salpicaban con espuma salada el aire. El sol había desaparecido. Las personas ya no paseaban por el otro lado de la orilla. El mar era el espacio más extraño del mundo y la roca, una balsa que seguía el ritmo de la marea. Su cuerpo se hundió sobre la superficie rústica y helada. No había quedado nadie cerca de la costa, ni el perro de la playa, ni una sola voz, ni siquiera el viento. Unas gaviotas sobrevolaban, entre un silencio abrumador, el océano.
A veces la vida era eso. Una ciudad pequeña a orillas del mar. Un balneario abandonado a las inclemencias del invierno. Los ralos arbustos golpeados por el viento. Las dunas adormecidas por una caricia dorada. Una piedra ancestral anclada en la orilla. Un barco a vapor cruzando el horizonte. La sombra de ella desapareciendo en aquella unidad que el muelle no podía entender.
Más allá, justo detrás de su pasado, las casas de veraneo permanecían con las persianas cerradas y las habitaciones en esa oscuridad fría del encierro. Los colchones húmedos y las alacenas estaban colmados de hormigas. Las redes de pesca habían quedado atadas a los árboles y las reposeras apiladas con las lonas descoloridas. Los juguetes playeros fueron olvidados entre la gramilla de los jardines y los carteles, aún indicaban se alquila y hay carnada, sobre los pedazos de maderas corroídas. 
Los objetos dormían estáticos en esa ciudad que parecía abruptamente abandonada, como si todos sus habitantes hubieran sido expulsados por una catástrofe.  Sin embargo, una inusitada paz invadía el aire y la brisa marina era realmente la efervescencia del mar, era él mismo, él con todo su esplendor, salvado de la mano del hombre. Era una ciudad para el mar, exclusivamente hecha para él. 
La bahía sufría la nostalgia de las tardes de sol radiante, bebidas frías bajo la sombra, sandalias y toallas sobre la arena, rostros sonrientes saltando las olas, gritos emocionados al intentar volver a la infancia, sombrillas coloridas donde se hospedaban ruidosas familias para almorzar.
El horizonte, aquella línea imaginaria sobre la que se deposita un límite humanamente necesario, se hacía cada vez más curvo, hasta que todo llegó a estar vertical, incluso su cuerpo sobre la piedra.  Se sumergió en la selva del océano; los peces de colores, los crustáceos de piel rugosa, aquellas protuberancias que ocasiona la vida oscura en las profundidades, extraños corales agitaban colores rojos, anaranjados, violetas.  A trasluz descubrió un mundo inmenso, casi espantoso de tan viviente, tan movedizo. 
Subió hacia la verdosa superficie. El agua se abría sobre su frente, la fuerza empujaba hacia atrás su pelo, ya no movía los brazos ni las piernas, era un cuerpo compacto que se ondulaba al ritmo de la marea.  No sabía jugar con los peces, tampoco con las algas, así que agotada regresó a la piedra y se quedó quieta, inmóvil como un reptil, mirando su propia soledad, descubriendo el océano que había ignorado, aquella vida que le daba tanto miedo.
Todo era el pasado que regresaba de manera febril, se asomaba a la cotidianeidad de los habitantes del balneario para quitarles la realidad. Siempre eran otros tiempos, aunque la música sonara cada mañana en la radio del bar y los autos agitaran sus motores en la avenida de la costanera. Hundió los dedos en la dureza de la piedra. El océano debería haberse escurrido como una catarata pero permanecía fijo, casi petrificado. Los barcos pesqueros fueron regresando con una suerte de letargo al puerto; amarrados a los balaustres dormían el sueño de los muelles cuando la niebla del atardecer comenzó a descender. 

El cascabel de la caña de pescar comenzó a sonar.  Antes de pararse miró la caña con cierto desgano, luego se acercó y empezó a juntar la línea, lo hacía de manera enérgica como si hubiera nacido para ello, como si toda su vida hubiera girado en torno al mar. Con una mano sostenía la caña, mientras con la otra hacía girar el reel a gran velocidad.
Una chernia, en la trampa del anzuelo, se agitaba en el aire. Se retorcía tornasolando un resplandor plateado y borravino que la dejó encantada.  Si hubiera sido otra época, se habría horrorizado al quitar el anzuelo de la boca y tener que hundir innecesariamente un cuchillo para darle muerte, y así prevenir el sufrimiento de ambas.  Levantó las cosas y tomó la calle principal. 
En invierno la ciudad estaba habitada por aquellos que tenían la habilidad y la convicción de desaparecer durante el verano. Jamás el invierno albergaba la bulla del enloquecido aluvión de veraneantes.  Los habitantes del invierno eran diferentes, no andaban por las calles, ni daban señales de efusividad en ningún momento, todo sucedía adentro.  La ciudad era complemente del mar.
Al entrar a la casa, dejó la chernia en la cocina.  Los leños del hogar se habían consumido, así que agregó algunos troncos y se sentó a mirar el fuego.  La casa quedaba frente al mar, castigada día y noche por el viento, rodeada de algunos pastos ralos que crecían en la arena, condenada a sufrir esos bordes del mundo.  Los vidrios de las ventanas estaban manchados por el salitre y un colgante de caracoles sonaba en la galería de la entrada.  A ese sonido se sumaban las olas cuando rompían sobre los rastros de caracoles de la costa, el fuego que comenzaba a crujir, ese silencio plateado que se alzaba con la última hora del día.  
Colocó el pescado bajo el agua. Miró los ojos de la chernia, quedó embelezada con esa mirada.  Es raro sacar una chernia tan cerca de la orilla con una caña común, es más raro que una chernia ande por esas aguas bajas, pensó.  Tomó la cuchilla y abrió aquel cuerpo con un solo corte, como quien disecciona cansado de hacerlo, harto de abrir los cuerpos y de quedarse dormido sobre ellos.     
Afuera, el viento hizo caer la caña de pescar y la caja con los anzuelos.  El viento agitaba ferozmente el mar y hacía zumbar las grandes plantaciones de coníferas.  La noche era una sombra impresionante que venía avanzando desde el horizonte.  Imaginó la luz encendida de su casa desde afuera; una luz amarilla resplandeciendo en la inmensidad de la costa.  De a poco, fue sintiendo que la extensión absorbía sus movimientos, que la dejaba detenida sobre sí misma, ahogándose en la estrepitosa respiración. Hasta que tocaron a la puerta y todo finalmente se detuvo. 

Es posible ir durante años al mismo lugar para esperar a la misma persona.  Llevar hasta su fin cada ritual, adornar la vida con objetos del pasado, quedarse dormida sobre la noche de tanto dilatar el tiempo. De esta manera fue haciéndose parte de las piedras, estableció relaciones cercanas con los cuchillos y la muerte. 
Volvieron a golpear la puerta.  A la única persona que podía esperar era a Amalia.  A nadie más que a ella.  Aún tenía su diente guardado en aquel caracol que estaba sobre la mesa de luz.  Ese diente que se parecía tanto a los dientes de la chernia.  Todo se repetía de manera increíble.  El llamado a la puerta una vez más.  Su cuerpo sólido y acorazado como una roca.  Las olas golpeando nuevamente en el agotamiento de la vida.  La absurda costumbre de regresar, aquellos barcos partiendo cada mañana, el cencerro que seguía sonando, las ramas de los bosques en el vaivén, la voz de Amalia del otro lado, los cascabeles de la caña de pescar, el chasquido del fuego y las cenizas, las escamas de la chernia reluciendo en el aire, el viento golpeando las ventanas oscuras de la casa, la luz amarillenta de la casa como una luna diminuta arrojada sobre los médanos. Se repetía: ese corte preciso para abrir los cuerpos, los agónicos golpes en la puerta, la voz de Amalia que crecía como un espiral recorriendo los espacios de la casa, metiéndose dentro de un jarrón, debajo del piso de madera, pasando por el pasillo de las habitaciones, entrando en el cuerpo muerto de la chernia.
Volvieron a llamar.  Apoyó la cabeza sobre la puerta.  El silencio más absoluto comenzó a escucharse: el mar detuvo el vaivén de las olas, la marea estaba quieta, el viento había desaparecido, las plantas quedaron detenidas, el cencerro de caracoles fue dejando de sonar. En cuestión de minutos el mundo entró en un silencio abrumador. Un silencio aún más espeso que el de esas noches de verano, en las cuales los grillos y las chicharras cantaban y una mariposa nocturna se martirizaba para beber la triste luz de una lámpara. 
Permaneció con la cabeza junto a la puerta.  Nada, ni una respiración, ni el leve crujido de un paso sobre la gramilla reseca, ni el graznido de un búho sobre el alambrado, ni la arena acomodando semejante liviandad a los antojos de la brisa marina. Nada. Ni siquiera un golpe, sólo ese silencio que era la ausencia de todo, la ausencia de sus padres y de Amalia, la complicidad de ahogar la voz de la acusación con una almohada.  Ese silencio salvaje era como un animal sigiloso que se arrastraba por la traición del destino. Un animal que ocupaba el temor de la noche cuando mostraba su dentadura sanguinolenta; una boca sangrante como la boca de la chernia.  Aquel animal sagaz que dejaba su oscuro pelo por las paredes de la casa como una sombra profunda, corpórea, verdadera, que acechaba para arrancarle la última integridad de un zarpazo.
Nadie, nada, volvió a tocar a la puerta.  El silencio continuó demasiado tiempo. Alguien había apagado el mundo en ese sitio, lo habrían detenido. La habían guardado a ella y a su vida dentro de un frasco de vidrio, habían hecho girar la tapa hasta aprisionarla en esa manera de sobrevivir herméticamente cerrada.
En el preciso instante en que pretendía permanecer inmersa en la continuidad, en ese transcurrir donde no habría grandes sobresaltos, ni ningún tipo de expectativa algo vino a interrumpir su perfecta declinación.  Era una declinación bella como pocas, desde afuera parecía que nada sucedía, lo maravilloso era que las cosas caían en ese espacio interno donde todo sucede de modo delicado y absurdo.   De una declinación como ésa se hace cada vez más complicado escapar. Ella estaba enamorada de ese declive que llevaba estampado como un signo fatal en el fondo de su vista.
Quién podría tocar a la puerta sino era esa voluntad desmesurada de Amalia. A lo mejor, era ella la que estaba detenida bajo la luz de la entrada, esperando pasar a la casa para protegerse de los peligros de la noche o, mejor dicho, para permitir que esos peligros ingresaran a la casa. Ese objeto frágil y preciado que Amalia había moldeado desde los días de la infancia era su vida.  Amalia traía, como todos los ausentes, los juegos ocultos del amor, esa mezcla de ingenuidad y perversión en la que el olvido debe crecer para despertar al día siguiente.  Dejaría junto a la puerta aquel alimento peligroso del remordimiento y la culpa.  Cómo era posible sobreponerse a esa forma ilegítima de amar cuando la sangre las unía de manera irremediable. Para ella había sido imposible escapar de las dulces prisiones que Amalia había construido con el amor más cándido del mundo. Al igual que la chernia, ella había luchado por soltar el anzuelo, desprenderse de aquel hilo tirante que la extraía de sí misma.  Al igual que ese animal que sangraba por la boca, ella había tratado de perdonar a aquellas manos perdidas por las ansias de la depredación, aquellas manos con las que Amalia creó la esfera perversa del ámbito familiar.
Y sin embargo, la quería tanto a Amalia, que no dejaba de esperarla, que no sabía hacer otra cosa más que ser un poco como ella; depredadora, voraz, un cuerpo cubierto de escamas que abraza vehemente la vida ajena. 
Se acercó de nuevo a la chernia, ese cuerpo abierto en dos dentro de la pileta de la cocina.  Lo tomó con sumo cuidado.  Despacio, volvió a cerrarlo y lo depositó sobre un repasador que había preparado para eso. Lo envolvió con tanta ternura en cada movimiento, que parecían ser otras manos, no aquellas que habían manipulado el espantoso filo del cuchillo del remordimiento.  Trató a ese pequeño cuerpo como si fuera el cuerpo de Amalia o el cuerpo de ella, o a lo mejor un tercer cuerpo nacido de aquel dolor bello y constante. 
Cuando salió al jardín, el sonido del mar volvió a estirarse por los médanos, el viento nuevamente agitó los caracoles, las ramas, su pelo.  El silencio había desaparecido, las olas rompían contra las rocas de los acantilados del Sur.  Se arrodilló en la arena, hizo un pozo y enterró el cuerpo amortajado de la chernia. Tal vez no habría querido hacerlo, pero enterró el caracol con el diente de Amalia y finalmente tapó el pozo.    
Entró a la casa.  Del otro lado del living estaba Amalia, sostenía un bolso pequeño que ni siquiera se atrevió a dejar sobre el piso. Ambas se miraron.   Amalia recordaba perfectamente los juegos en el desierto de los médanos.  Recordaba cada detalle: el olor del mar por esos días, el reflejo del sol en los rostros, el sonido de sus nombres en la voz de su madre, los secretos entre ellas a la hora de la siesta.  Amalia tenía una memoria infalible, más bien, una forma de vivir tomando nota, clavando insectos con alfileres a los que le agregaba nombres de personas. Amalia recordaba cada detalle por más mínimo que fuera, y no se lo callaba sino que lo exponía delante de todos sin pudor.  Andaba como un cazador buscando su presa, aunque para ella fuese como buscarse a sí misma. Amalia había pensado por todos, y creyó que era conveniente poner algunas cosas en esa caja sin fondo que lleva una etiqueta capciosa donde dice “cosas normales”. Como aquellos que hunden las manos en la certidumbre y se jactan, como los que toman decisiones por otros, en nombre de otros, por el bien de otros; así Amalia operó día y noche bajo el principio pueril de que lo diferente debe ser aplastado. 
Desde afuera, la figura de un hombre se asomó por la ventana.  Cubierto por una capa de lluvia, ese hombre pensó en reunir a su familia como en los viejos tiempos.  Pero Amalia estaba parada frente a su hermana con esa forma familiar de ser, esa forma de mirar como si estuviera esperando que algún pez mordiera el anzuelo.        



sábado, 30 de julio de 2011

Los que no tienen adónde ir



Para Ale, por haberse equivocado tanto.

A veces los viajes no son lo que parecen.  Son estáticos y reiterativos.  Son caminos que pueden reducirse a las líneas dibujadas en las palmas de las manos, y que por ese mismo motivo, sus destinos no son exactos, son complejidades que se pierden en un mundo difuso. 
Nunca llegábamos al río que se reflejaba en el asfalto. Los neumáticos del auto parecían derretirse.  La desolación quemaba.  El calor nos aturdía. Los tapizados se incrustaban en la piel.  Y la ventanilla del Fiat 1500 que no bajaba.  Realicé extrañas contorsiones para aprovechar el viento que como un leve soplido entraba por el ventilete.  Cerré los ojos: pensé en un ventilador, en un vaso de agua con hielo.
No perdí de vista el reloj de la temperatura afirmado en el tablero del coche.  Íbamos callados y adormecidos por el verano. Después de las frenadas se escuchaban los golpes del bamboleo de los troncos guardados en el baúl.  Habíamos amarrado una remera a la punta del tronco que sobresalía y, fue así como quedé destinada a la tarea de cuidar el bamboleo de la carga, a observar de manera obsesiva los cambios de temperatura que podían registrarse en el reloj. 
Adquirimos una velocidad crucero: sesenta kilómetros por hora.  A esa misma velocidad transcurrían nuestras vidas hasta que comenzaban a declinar,  a fallar, a sofocarse como un motor ahogado, como un auto viejo que apenas puede con su carrocería. 
A través de las rendijas se colaba una brisa caliente que, de todos modos, servía para refrescarnos, pero de repente, como suele suceder con este tipo de cosas, digamos; en cosas por el estilo, como puede ser:  ir atento buscando y buscando para encontrar objetos que nos despisten o acercarse a la conclusión de que no se trata de cubrir una necesidad sino simplemente de sabernos arduos en la tarea de buscar y, lo que es más complejo, competentes para hacerlo, aunque después sólo haya un trozo de pan duro.  
En esa ocasión, fue una mesa de televisor dispuesta elegantemente junto al poste de luz en la vereda de una casa.  Era una mesa pasada de moda, cubierta de formica gris, con una estructura metálica oxidada y unas rueditas dobladas al final de las patas. Los tres la habíamos visto al mismo tiempo, digo esto, porque seguro que después todos tenemos la intención de adjudicarnos el descubrimiento de la mercadería.  Lo único que habíamos atinado a hacer, fue una exclamación al unísono, frenar el auto, y quedarnos observando la mesa por un instante. 
La cargamos con eficiencia y rapidez en el asiento de atrás.  Las seis manos la levantaban al mismo tiempo, al mismo ritmo, con un fervor y una devoción propia de un santo.   La santa mesa en la religión de los que buscan, de los que insisten en ir de un rincón a otro, pero no tienen por dónde sacar la cabeza.
En el viaje conversamos sobre los distintos usos y fines del hallazgo: el carrito multiuso, un amplio macetero, el refugio para el perro, la muralla divisoria, la repisa para exhibir la decadencia.
El hallazgo nos despabiló de la modorra.  El auto se deslizaba veloz sobre una pista de hielo. Los troncos habían dejado de moverse y nuestros cuerpos se iban deshinchando.  Los tres pensábamos en una cerveza fría.  Bien fría.
Cuando volví la vista hacia el reloj, la temperatura había aumentado cinco líneas.  Pensé que si esperaba podría suceder un milagro: el tiempo regresaría para seguir  hablando de la mesita y fumaríamos nuevamente unos cigarros a grandes bocanadas. 
Si daba aviso sobre el estado del reloj, Pablo comenzaría con los insultos, daría un manotazo hasta que las agujas marcaran lo imposible, bajaríamos los tres del auto.  Pablo abriría el capó, tocaría los cables, las mangueras engrasadas, esperaríamos durante horas sin tener la más mínima certeza de qué cosa  esperábamos.
Y sí...  me callé.
Veníamos del Oeste hacia el Oeste. No teníamos opción, por eso habíamos ocupado una casa en Villa Udaondo, pero las cosas se complicaban para salir del Barrio.  En las calles de tierra confluía cumbia villera, chamamé, hip hop y rock and roll, todo esto daba origen a un nuevo ritmo enloquecido que incitaba a la fiesta descontrolada del fin de semana.
A veces, esperábamos que llegara Olga con el Falcon a visitar a su hermano.  En otras ocasiones, nos movilizábamos con el Fiat de Pablo.  Era importante tener ciertas cosas en claro a la hora de subir al auto: los pies debían ir ubicados cerca de los zócalos, las puertas no podían abrirse desde adentro, el vidrio del acompañante no bajaba, el motor levantaría temperatura, el limpiaparabrisas no funcionaba.  Los días de lluvia frotábamos una papa pelada por el parabrisas y  esperábamos que el almidón nos sorprendiera.
El reloj me torturaba, si bien nunca se dijo,  de alguna manera quedó establecido que el acompañante debía vigilar los cambios de temperatura.  Evalué la situación; ya era tarde para avisar lo que estaba pasando.  Dudé,  pensé que todavía estaba a tiempo de decirlo, pero decidí concentrar mi atención al bamboleo del tronco, a cuidar que la remera no quedará por el camino, a hablar con Fer sobre las cañas de bambú.  Fer parecía estar muy lejos, salvo cuando encendía un cigarrillo y acomodaba su cuerpo abrazando la mesita,  fue en ese momento, cuando comencé a intuir que Fer ya pretendía cierto dominio sobre el mueble. 
Nunca habíamos tenido vivienda, ni rumbo fijo.   A veces, acunábamos un bolso en los innumerables viajes que comenzaban con desbordante entusiasmo.  A veces, hacíamos simples complicidades con simulacros para continuar y que alguien nos diera una mano.
Pablo había estado viviendo en La Boca durante meses, antes de llegar a la Villa.
Por ese tiempo, ocupó un pequeño ph colmado de humedad, con caños que se desangraban dentro de las paredes.  Se atrincheró en la propiedad para que un grupo de inmigrantes no tomaran la casa y tapó las aberturas con maderas.  En la noche permanecía despierto a la escucha de cualquier intento de usurpación.  Dejó la propiedad cuando enfermó de fiebre reumática y los peruanos, finalmente, entraron por la ventana del comedor.
Mientras Pablo viajaba por el Norte, en ese verano, yo buscaba un lugar donde quedarme.  Estaba cansada de arrastrar los bolsos por la ciudad, había encontrado una habitación con un balcón francés en Congreso.   Los que llegaron a conocer me decían: “tuviste suerte, esto es un palacete”, y no se habían equivocado.  El baño era compartido, pero en la habitación instalé un anafe y hasta estiré una soga en el balcón para colgar la ropa; ése fue el problema.  ¿Quién puede creer que una soga de dos metros y medio fuera el desencadenante del desastre?  No quise bajo ningún motivo, ya fuese por reglamento de la pensión o por pedido especial del encargado, por artículo en el código de convivencia de inquilinos, por ética o estética del edificio;  desarmar el tendedero.   No podía resignarme a dejar de ver la ropa colgada, agitándose en el viento, esplendorosa bajo el sol.  No quise y no pude quitar la ropa, juntar los broches, enroscar la soga, darme por vencida.  
Terminé en un hotel sobre la calle Independencia, pero tuve que dejar el lugar por no cumplir con las normas de la administración.  En esa ocasión, no fue el tema de la soga porque no había balcón, ni ventana, apenas un boquete en la pared. 
Lo que pasa es que los que no tenemos adónde ir, vamos a cualquier rincón, pero no dejamos un solo espacio sin habitar.  Probamos debajo de las escaleras, en los cajeros automáticos. Los que no tenemos adónde ir, vamos a todos lados, nos movemos para contrarrestar ese principio de quietud.  Pero es agotador y triste no saber dónde resguardarse cuando el movimiento se hace continuo y demencial. Los que no tenemos adónde ir, llevamos un mapa desplegado en la pupila y la melancolía de abandonar lugares a los que nunca se llega.
El problema es que todo el mundo se aburre del itinerante, no entienden esa acción constante de buscar y, al mismo tiempo, no buscar nada.    Es incómodo ver cómo una persona frecuentemente guarda ropa dentro de bolsas, acomoda frascos en una valija, estira un saco con magas sucias, se olvida el cepillo de dientes, lleva las medias junto a las monedas.   El itinerante es un ser reflexivo por naturaleza.  Evalúa incansable lo que realmente necesita y lo que lleva.  Estima el peso y la superficie de todo lo que cae en sus manos: un libro, un paquete de yerba, el recuerdo de dos caracoles, la ropa interior, unas botas de invierno, las chancletas de verano, las fotos del noventa y dos en las Toninas.
Nadie supo de dónde venía Fer. Al hablar tenía un acento santiagueño, pero una noche confesó que había nacido en  Misiones. La verdad es que no tenía importancia porque los que no tienen adónde ir, terminan quitándole importancia a la procedencia, es un método indispensable para explicar que aquello que no tiene desembocadura tampoco tiene punto de origen.  A lo mejor, desde un plano crédulo, había que profesar el budismo que Fer practicaba, por eso ese transcurrir, ese ir y venir sobre rieles a sitios desconocidos,  esa adrenalina de viajar sin saber en qué sitio se está cuando se desciende.   Fer se alimentaba de vegetales y había dejado las drogas para las situaciones de convite.  Fer trenzaba pulseritas, cinturones, aros, colgantes, collares, carteras, corbatines, morrales: era una máquina de trenzar, todo lo trenzaba: el destino, los caminos, las historias.  Trenzaba de día y de noche, mientras tomaba mate o fumaba.  Lo cierto, era que Fer estaba feliz de haber llegado a Buenos Aires, mientras nosotros lo único que queríamos era abandonar la ciudad lo antes posible. 
El auto dibujó la rotonda y los tres acompasamos con el cuerpo esa delicada inclinación.  La distancia siempre fue lo de menor importancia, sin embargo, parecía que faltaban interminables horas de viaje.  Comencé a medir el tiempo a través del reloj de la temperatura, la distancia y los puntos cardinales.  Me sumergí en cálculos inútiles.  Supuse que Fer podía ver el reloj desde su ubicación en el asiento de atrás y esperaba que, en algún momento, dijera algo, así que decidí despistarlo. Hablé más que de costumbre, coloqué el bolso sobre mis piernas para impedir que pudiera visualizar el reloj.  La transpiración se apoderó de mi cuerpo, la culpa me invadía.  A partir de ese momento, sería la culpable de sus desdichados destinos. 
Parecía que Pablo se había olvidado del reloj, o tal vez, me había delegado esa tarea y yo lo traicionaba.  Una loma de burro nos revolcó en los asientos.  Pablo se ensañó con la madre de la loma.  Era posible que empleara las mismas palabras para declararme inepta en mi tarea. 
Después de revisar nuevamente la situación deduje que lo mejor sería despojarse de ese maldito reloj.  Me felicité por tener la osadía de desafiar esa tortura que me había sido impuesta por el sólo hecho de ir sentada junto al conductor. Creo que cerré esa cadena de pensamientos cuando llegué a la conclusión de que no podíamos cambiar lo inevitable.
Fer encendió otro cigarrillo.  Sin decirnos una sola palabra ambos supimos que coincidíamos con la decisión de abandonar el reloj y eso nos llevo a formar una especie de complicidad entre nosotros.   Ninguno de los dos arrojaba el humo por la ventana sino que lo echábamos adentro del auto y  Pablo se molestó.
Pasamos el cartel verde que indicaba las direcciones, como si nos hubieran bajado un banderín, para declararnos fuera de carrera.  El motor humeaba. El humo inundaba la cabina. Miré desesperada el reloj; la aguja había quedado clavada en esa línea ancha y roja que significaba que ya no podíamos seguir.  Pablo descendió del auto, pateó la puerta, estiró los brazos hacia el cielo y, luego, los ubicó detrás de la cabeza.   Fer y yo esperábamos que esa ceremonia pasara lo más pronto posible.
Empujamos el auto hasta el cordón de la avenida y nos sentamos los tres en la vereda esperando algo.  Esperábamos tan fervientemente algo que todavía no podíamos discernir con certeza.
Pablo no dijo nada sobre el tema del reloj, y Fer fumaba un tabaco dulce.  El silencio invadió los cuerpos en la desolación de la calle, y yo me quedé mirando hacia atrás: el río ya lo habíamos cruzado pero, por ese entonces, aún no lográbamos comprenderlo.  Más adelante, estaba la curva y después, el mismo camino de siempre hacia ningún lugar.      

Este cuento obtuvo el 3er. Premio del XVII Concurso Literario Leopoldo Marechal, año 2010.

viernes, 1 de abril de 2011

Número equivocado


Llaman a la casa y preguntan por alguien que no está.  Yo les digo que están equivocados, que esa persona no vive acá, no vive.  Pero insisten y el teléfono vuelve a sonar.  Llaman y preguntan por alguien que no se encuentra.  Que yo no encuentro.  Les digo que están equivocados, que el llamado es equivocado.   Pero los que llaman, no son afables, y parecen desesperarse cuando niego.  Atiendo el teléfono a la madrugada y preguntan por alguien, les digo que ésas no son horas, que ese nombre no lo conozco, que están marcando mal.   Pero vuelven a llamar, y siempre preguntan por mí.

domingo, 28 de noviembre de 2010

El juicio


Nadie pudo decirle nada. Todos quedaron en silencio. El crimen más atroz se había cometido, y hay cosas que no tienen perdón.
Como es habitual en estos casos, la sociedad entera lo condena. Cualquier castigo es mínimo ante la gravedad del hecho.
Siempre todos asentían o proferían comentarios de espanto por debajo. Siempre todos se ufanaban de ser los jueces y darle a alguien el castigo que merece.
Lo condenaron a la pena de muerte por hacer diez copias de la película Ladrón de bicicletas.

domingo, 24 de octubre de 2010

Paralelismo de los acontecimientos


Se puede despertar para morir. Y además bañarse, elegir la ropa, ponerse perfume, observar  los detalles en el espejo, sonreír a la imagen del espejo.   Se puede salir de la casa con paso apurado y caminar cada vez más rápido para llegar a tiempo a la cita.   Se puede mirar el reloj, los minutos que pasan, calcular el tiempo perdido en el semáforo, el infortunio de una anciana caminando adelante.  
Se puede llegar al bar, pero antes dar un último vistazo en la vidriera de la zapatería, y volver a sonreír de la misma manera que en el espejo del baño.  Se puede pensar que estamos solos, creer que nadie nos está mirando, y entrar al bar donde Paula nos espera.   Se puede elegir una mesa junto con Paula que lleva un libro de poesía abajo del brazo y un saco de hilo de nube blanca. 
Podemos sentarnos al lado de la ventana para mirar con ternura la gente que transita, revolver el café pacientemente, sentir el ardor de una bala que perfora el vidrio y los pulmones. 

martes, 28 de septiembre de 2010

Plan para escapar de Lexema


Marquetti entra al departamento, enciende las luces, abre las ventanas, deja el portafolio sobre la mesa del living. Enciende la cafetera, saca del portafolio un cd que introduce en el reproductor. Sirve café en la tasa, se sienta en un sillón frente a la pantalla, bebe la infusión humeante de a sorbos. Dirige el control remoto, aprieta el botón de encendido y se siente a salvo.
En la pantalla aparece un hombre de cuarenta años, sentado en un taburete dentro de una habitación vacía. El hombre levanta el rostro, la mirada está certeramente destinada a los ojos de Marquetti, apoya sus manos sobre la rodilla, apunta con mayor seguridad sus pupilas sobre la mirada desafiante de Marquetti.
El hombre comienza a hablar. Su voz grave y precisa estremece a Marquetti, quien permanece inmóvil y callado observando la pantalla, mientras el sillón blanco lo envuelve y se siente lejos de todo.
Marquetti piensa que lo mejor sería apagar el reproductor. Sin embargo, algo oculto lo espanta, y ese espanto le aconseja que escuche, aunque sea una sola vez en su vida, que escuche. Marquetti escucha con atención.
“Hoy nos dieron dulce de membrillo, papás hervidas y pan. Hace días se llevaron a Severio de su celda. Los tiempos y las determinaciones en Lexema son inexplicables. Las acciones de justificación y abuso se transforman en algo impersonal, por eso es imposible encontrar un culpable. Lexema limpia y blanquea todo. El poder protege al poder.
Severio me confesó que desde hacía tiempo no podía seguir las pautas impuestas por el sistema arbitrario de Lexema. Su último texto había sido presentado ante el veedor cinco meses atrás. Según las palabras de Severio con los treinta cuentos ya estaba hecho, y por lo demás, sabía que la determinación de no cumplir con la cantidad de trabajo exigido lo llevaba indeclinablemente a la muerte.
Todos los que estamos detenidos detrás de estas murallas jamás perdemos el optimismo pero algunos llegan a convencerse sobre la inexistencia de temas nuevos. La inventiva es algo que termina por agotarse porque las cosas que suceden dentro de esta fortaleza tienen la intención de exterminar los juegos de la imaginación.
Comencé a escribir algunas líneas sobre la necesidad de construir una realidad alternativa completamente opuesta a las circunstancias que soportábamos. Apareció la certeza de prever una acción que pudiera liberarnos. Para hacer posible el cambio debíamos comprender que ningún movimiento se origina de la nada, sino que necesita planificación.
Aunque los nombres estén tapados, Lexema tiene propietarios, hombres que conocen bien el negocio. El poder muta para reinstalarse. Ellos saben que necesitan apropiarse de las palabras con la finalidad instaurar estructuras huecas.
El mismo día que llegamos, mientras bajábamos de los camiones, dijeron que no se tendrían en cuenta: biografías, cartas, cuentos, obras de teatro, poesías, novelas. La producción tenía que contemplar textos sueltos sobre temas estipulados por las autoridades. Los ranking de ventas eran los indicadores de los temas a abordar.
Nos revisaron en una larga fila. Luego, entregaron la ropa y los zapatos sin cordones mientras los veedores leían el reglamento con una sonrisa diabólica en sus rostros encerados.
Los veedores se hacen llamar “escritores de la nueva ola”, pero en realidad, estos hombres inescrupulosos no construyen absolutamente nada sino que firman con sus nombres los textos de los que estamos detenidos en Lexema.
Al lado de mi celda estaba Severio, y en la del otro lado: Echeverri. Las celdas son lugares vacíos y frívolos donde no hay ventanas, únicamente una puerta con una pequeña mirilla que da a los corredores.
Cuando nos dieron el dulce de membrillo los ojos de Echeverri se llenaron de lágrimas, sus escuálidas manos tomaban los trozos de comida como si fueran dos arañas, sus delgados brazos asomaban del uniforme y los ojos negros sobresalían de la delgadez de su rostro. Los ojos de Echeverri me miraban silenciosos, aprisionados en un deseo que no se relacionaba con la luminosa porción de dulce.
Estaba prohibido hablar en el comedor y en los pasillos. Tampoco se podía repetir la ración de alimento. Estaba terminantemente prohibido: percibir, fumar, imaginar, escupir, beber, pensar, y así se colmaban páginas con las prohibiciones que el reglamento enumeraba fríamente.
(El hombre levanta la vista hacia la cámara).
Si esta grabación está en sus manos es porque el plan para escapar de Lexema ha funcionado, sin embargo, las cosas no salieron de la manera en que fueron tramadas.
Una vez más, usted, Marquetti, no podrá comprender la situación, precisamente porque su mente ha sido formada para que funcione como un autómata. Lamento decirle que no tiene retorno, no tiene salvación.
Les explicaré ciertos detalles para los que están ajenos a este mundo. Es imposible que los objetos ingresen o salgan de los pabellones. El sistema de seguridad no es complejo pero por su disposición semicircular la vigilancia es permanente. El modelo panóptico puesto en escena. Los pasillos y las celdas constan de un circuito de cámaras cerradas. Los guardias vigilan cada detalle desde los puestos de vigilancia. Las puertas responden a un sistema de huellas digitales. Muchos guardias sufrieron amputaciones.
Quiero decirle que la intención de este video no es repetir lo que usted ya conoce sino develar lo que para muchos está oculto. Los que miren esta filmación comprenderán que hay demasiadas cosas que ocurren al mismo tiempo y en los mismos lugares. Después de este testimonio sabrán que la verdad y la hipocresía están subsumidas a las tiranías del poder.
Se llevaron a Severio. Registraron cada centímetro de su celda, difícilmente encontrarían algo, más bien formaba parte de un procedimiento coercitivo para intimidarnos.
Desde la celda de Echeverri llegaba el sonido de su respiración profunda y agitada. Y luego, un silencio negro y espeso como el petróleo.
Al día siguiente, las pocas pertenencias de Severio formaban un pequeño montículo en el pasillo: sus lentes apoyados sobre la manta de invierno, la manta enroscada en el suelo, sus camisas descoloridas debajo de la manta. Echeverri aseguró que Severio estaba vivo. Ella fue una experta en afirmar la inmortalidad de Severio, después comprendí que era la estrategia para que yo no abandonara el plan y la endereza que necesitábamos para continuar en este infierno.
Los días pasaron, tanto Echeverri como yo caímos en una especie de hartazgo, una desesperación que corría por la médula. Nos agitaba una mortal forma de sentir la injusticia, de caer en la cuenta que ya no podíamos soportarlo, que preferíamos estar muertos a tener que obedecer las órdenes y los castigos de este infame lugar.
En las noches me asomo desesperado a la celda de Echeverri, aprovecho a presentarle todo mi descargo de desaliento que aumenta cuando la imagen de Severio viene a la mente. Ella levanta una baldosa con esas puntas mugrientas y arácnidas de sus dedos para esconder un papel cincelado con su letra y luego, vuelve a guardar todo mecánicamente, como si eso se hubiera transformado en parte de la cotidianidad. Pero cuando Echeverri hace esto, jamás me mira, simplemente escribe sin intermisión su novela la “Era Oscura”.
Siempre me preocupaba por Echeverri. Una vez más, el tema de la semana impuesto por los veedores no había engordado ni siquiera dos carillas. En repetidas circunstancias presenté escritos con su nombre para que su vida no corriera peligro.
Echeverri, al igual que todos, no quiere morir pero descubrí que cuando llora sobre la máquina no lo hace por miedo sino porque está cansada de traicionarse.
(El hombre de la cámara se pone de pie, acerca el banco a la cámara y vuelve a sentarse).
El reglamento contempla la muerte en caso de que la producción no alcance las cifras estipuladas. En el artículo 21 del apartado “Represalias sobre el incumplimiento”, dice que el rebelde será condenado a una marca invisible para los otros pero que lo dejará fuera de cualquier sistema de pensamiento creativo-reflexivo para el resto de su vida. Sin embargo, para muchos profesionales que han llevado adelante trabajos de investigación en Lexema ese estado sería propicio para aumentar la producción y rematar libros que cumplan perfectamente con los objetivos de la demanda.
En la noche desapareció Severio: encontraron su cuerpo colgado del tubo de luz de la cocina en uno de los pabellones. Las cosas suceden rápidamente en Lexema. Dicen que intentó escapar esa misma noche en que lo llevaron, pero yo sé que Severio no era un tipo que pudiera sentirse acorralado para tomar semejante decisión. En otros pasillos comentaron que Severio habría guardado treinta cuentos adentro de unos quince pollos congelados.
(El hombre de la filmación enciende un cigarrillo y deja de mirar a la cámara).
Hace un mes habíamos comenzado a planificar un posible escape. Severio se encargó de diagramar la fuga que llevaríamos a través de los túneles, para ello consiguió planos de los acueductos. Echeverri y yo apuntamos la disposición de los guardias, las cámaras y las torres de vigilancia.
El plan terminó siendo la razón principal que nos mantenía con ánimo. Durante los días de rendición entregábamos puros garabatos, historias con argumentos insostenibles, hojas que llenábamos sin el menor interés pero que parecían distraer a los veedores.
Ninguno de los tres dormía. Nos quedábamos en nuestras celdas haciendo observaciones sobre el plan. Cada uno escribía su parte en la clandestina oscuridad de la cama, cada uno de nosotros iba comprendiendo que, a lo mejor, esa porción de libertad podía costarnos la vida.
Los guardias hacen la ronda, iluminan los rostros con la linterna, pero si se está produciendo continúan el recorrido, anota Echeverri. El problema siempre fue el veedor. Un hombre de traje inmaculado que aparece en forma sorpresiva para confiscar los escritos, y luego evaluar si los mismos están en condiciones de pasar la prueba.
El veedor es un escritor entrenado por el sistema de Lexema. Una suerte de paramilitar disfrazado de intelectual moderno que fingidamente se preocupa por el devenir artístico y cultural. En algunos casos, el veedor se queda con cierto material que considera interesante para ponerlo a su nombre y publicarlo en las grandes imprentas de Lexema con el fin de presentar el libro en un lujoso salón y llevarse algunas palmaditas de las Secretarías de Cultura. Los veedores son los únicos que pueden escribir y editar lo que quieran, claro que es imposible que sus intereses no coincidan o realcen los estratagemas de Lexema.
Echeverri piensa que Severio no se quitó la vida, que estos hijos de mil que manejan Lexema lo indujeron.
Escribí un libro de poemas para Echeverri. Ella se reía al leerlos, los escondía dentro de su ropa, lloraba sobre ellos, hasta que un día de furia terminó masticando el papel y la tinta le tiñó la lengua de negro. Prácticamente Echeverri se ha alimentado de papel porque está convencida de que en la comida agregan una sustancia capaz de apagar lentamente la imaginación.
Hace dieciséis noches que en Lexema mataron a Severio. Parece que hay que olvidarse de esas cosas, hay que cerrar la boca. Los hombres de Lexema obligaron a Severio a comer vidrio molido, después, lo colgaron con un cable alrededor del cuello a la lámpara del baño.
Hoy, cuando terminamos de comer el último bocado de dulce membrillo, los ojos de Echeverri parecían haber recobrado esa curiosidad con la que solía mirar, parecía extraño verla comer nuevamente la ración de alimento. Salimos los dos al patio, un recreo de quince minutos para volver al encierro de las celdas. Echeverri con la voz débil pero firme me dijo que ya no se trataba de concretar el plan para escapar sino de recuperar los treinta cuentos de Severio. Echeverri se agitaba cuando decía que esos cuentos terminarían en el triturador por no corresponder a los temas dispuestos en el sorteo semanal y no cumplir con los principios impuestos en el apartado: “pautas que debe plasmar el trabajo escrito”, del Código de Lexema.
Le dije que haríamos lo imposible por recuperar los escritos de Severio. Desde el otro extremo del patio cuatro guardias se lanzaron sobre nosotros. Repartí un puñetazo mientras trataba de sacármelos de encima. Echeverri gritaba y se arrojaba al piso, daba patadas al aire, clavó la vista en mis ojos pero jamás supe que quería decirme.
Me dejaron en el pozo para que perdiera el sentido del tiempo. Fui sintiéndome débil y enfermo. Pensé en Echeverri. Recordé su mirada de aquéllas noches en las que conspirábamos contra Lexema, sus ojos nítidos que volvían a encenderse, el deseo febril de mostrar que la única posibilidad de destruir la frivolidad del sistema era a través de la pasión.
Dentro y fuera de esta caja de espejos, la literatura ha dejado de existir como arte, pensaba. Lo volvía a ver a Severio en su esfuerzo cotidiano por alcanzar la verdad.
Lo único que pude hacer en el pozo fue repasar el pasado. Recordar las palabras de Severio: “Se está de una vereda o de la otra, se lucha por la independencia o se está del lado del dominador. La historia de la humanidad es una lucha constante de valores e ideales; algunos abogan por su sublimación; otros, por su sometimiento o extinción. La decadencia es no querer ver qué es lo que destruye la equidad, los sueños, la independencia, no querer ver al enemigo. Pero siempre existirá esa fuerza antagónica disfrazada, intentando confundir, haciendo el enmascaramiento. El poder nos dice que las ideologías han muerto, que son una antigüedad y están pasadas de moda. El que habla es el poder. El se ha hecho dueño de nuestras palabras, de nuestros deseos, de nuestras angustias. Esta vez, el dominador compra los disfraces que le conviene pero el fin de ellos es el principio de nuestra lucha.”
Todos aplaudíamos. Severio dejaba la toalla y se ponía los lentes para poner un punto a su discurso. Después llegaban los guardias, sacaban los bastones y repartían los golpes.
No supe que día me sacaron del pozo. En la confusión el sol encandiló mi vista. Las llaves de la ducha se abrieron, el agua helada comenzó a caerme encima. La voz del veedor retumbó en el baño. Un charco comenzó a formarse alrededor de mi cuerpo. El veedor daba órdenes. Solamente atiné a preguntarle por Echeverri, y me respondió que estaba muerta.
Con una furia incomprensible me arrojó gran cantidad de hojas a la cara. Intenté mirar aquellas que habían caído junto a mi mano, y entre varios escritos descubrí algunos poemas que le había dedicado a Echeverri.
Uno de los guardias salió de atrás de las paredes de las duchas, arrastraba el cuerpo desnudo y ensangrentado de Echeverri. Lo único que quería vislumbrar era su respiración. El veedor dio instrucciones para que la llevaran a la enfermería. Echeverri aún respiraba.
Ese mismo día me llevaron a la celda, dieciséis noches después de la muerte de Severio, ocho noches después de que el veedor mandara a los guardias al patio para que se llevaran a Echeverri. Acostado en la cama, deshecho por la pesquisa, en ese callamiento que se hace irrespirable porque siempre alguien o algo está muriendo dentro de los límites de Lexema. En esa división confusa de sueño y dolor aparecieron los ojos de Echeverri como dos escarabajos lustrosos y profundos. Dos escarabajos que desesperadamente buscaban la luz.
(El hombre se queda callado, vuelve a mirar la lente).

En la noche siguiente descenderé a los túneles, atravesaré el patio por los desagües, iré temblando con el agua aceitosa hasta las rodillas.  Tendré que estar atento, siguiendo el recorrido de la pared del lado izquierdo. Avanzaré sin luz, palparé los muros hasta llegar al próximo túnel y después, descubriré la luz de la luna entrando por la alcantarilla. Ésa luz señalará la salida que había dibujado Severio. La salida sobre la que sonreía Echeverri. Seguiré rápido sin mirar hacia atrás. Volverán a mi mente los recuerdos de la gestación del plan. Echeverri riendo, Severio enojado y yo tramando la libertad.
Está filmación es lo único que queda de esta última hora en Lexema, dentro de un rato saldremos con Echeverri por los túneles. Ya nadie podrá mentirnos sobre lo que tantos han creído. En un instante, caminaremos cansados y heridos por los acueductos. Echeverri se sentirá enferma y yo trataré de ayudarla. Ella volverá a mirarme con esos ojos de escarabajos a punto de volar, y me dirá que el veedor se llevó los escritos de Severio, y yo sacaré una pequeña bolsa aplastada contra mi pecho con esos treinta cuentos.”

(De repente se escucha un golpe estrepitoso. El hombre sale del enfoque de la cámara. La filmación se detiene).
Marquetti apaga la pantalla y deja la taza sobre la mesa. Mira por la ventana. Golpean. Entreabre la puerta sin quitar la traba. Alguien forcejea, intenta ingresar violentamente a la casa. Marquetti cae al piso, está asustado, tiembla, tiene miedo. El mismo hombre que estaba en el video entra por la fuerza: levanta el arma y dispara tres tiros sobre el pecho engreído de Marquetti. Deja sobre el cuerpo unos papeles que comienzan a absorber la sangre. Uno de esos papeles está encabezado con el mismo título que tiene este cuento y probablemente narre la misma historia. El hombre mira la firma de Severio junto al título y siente que puede irse.

martes, 14 de septiembre de 2010

Amparo pierde su valija


La valija roja con el cierre negro y las costuras azules era exactamente igual al equipaje que había llevado a Vera Cruz. El problema fue que en la etiqueta de identificación en vez de figurar su nombre, decía: Amparo Lutgarda Gaitán Rodríguez de Compostela.
Encendió el aire acondicionado y se recostó sobre la cama. Desde allí, observaba la valija. Buscó el número de la aerolínea para hacer el reclamo. Después de innumerables llamados le dijeron que no hubo jamás un equipaje con su nombre. Los días pasaron hasta que una tarde decidió abrir la valija. Rompió el candado y comenzó a abrir el cierre. Amparo, su esposa, tenía los pies al costado de la cabeza.